domingo, 26 de septiembre de 2010

Los procesos, según Sławomir Mrożek

Todo proceso con anhelos totalitarios termina abrasado en su propio y torpe hostigamiento, y sucumbe en la más sórdida caricatura de sí mismo. Lo desgraciado de este hecho no es que los megaprocesos se hundan en sus oscuros pantanos sino que en su voraz, impertinente e indetenible camino hacia la caricaturización se lleva por delante cualquier obstáculo, así ese obstáculo sea un país entero. Sobre estos procesos enloquecidos y grotescos sabe un poco el escritor polaco Sławomir Mrożek, quien se las ingenió para parodiar, de manera brillante y amena, los excesos sufridos por Polonia en épocas de regímenes de la calaña de la patria es una patria es una patria es una patria. En su libro El Elefante (Barcelona: Seix Barral, 1969) Mrożek expone, con la genialidad del humor, las costuras y el reino del absurdo al que una sociedad es sometida por los delirios de los tan repetidos y nunca terminados de agotar procesos de reacomodo social y político.

Niños censurados por hacer muñecos de nieve con sospechosos parecidos a señores del poder, escritores disfrazados de jerarquías militares, patriotas con una pierna rota que deciden romperse la otra para demostrar su amor patrio, sindicatos de voluntarios para escuchar las penas de la soledad de una sociedad pesimista y derrotada son parte de los personajes e historias reunidos en El Elefante. Sławomir Mrożek prefiere el guiño, el comentario jocoso, la suspicacia y banalización de los militantes del poder a la denuncia frontal y literal contra los discursos magnánimos y fundamentalistas de estos personajes y sus acciones, logrando de esta manera ridiculizar sus grandes falacias. Así, en el relato “El elefante”, el director de un zoológico decide, al no poder tener un paquidermo dentro del lugar, hacerse de un elefante inflable, y de este modo demostrar su “humilde aportación a nuestra común labor y nuestra común lucha” (pág. 123). A través del engaño, de la ilusión populista se pretende ocultar el fracaso de un sistema inepto. El fin del falso paquidermo no puede ser otro que el caer reventado, frente a un grupo de niños que en el futuro dejará los estudios, se dedicará al gamberrismo y “Probablemente hoy se emborrachan de vodka y rompen cristales. Pero lo que es seguro es que ya no creen en la existencia del elefante” (pág. 127).

Leer a Sławomir Mrożek sirve para reírse de los altoparlantes con voces de los dinosaurios que nos gritan que la patria es una patria es una patria es una y mil veces una patria. Aun cuando de esa patria sólo quede el excremento. Mrożek es buena compañía para transitar los laberintos de la incongruencia y mirar sus paredes astilladas, sus cuartos sin ventilación, el goteo hediondo de sus cañerías. Su lectura sirve para reírnos de los honorables señores, de sus rostros manchados de sudor y sus bocas babeadas de consignas y disparates: “Respetuosamente ruego que me sea entregado el dominio del mundo. Fundo mi solicitud en el hecho de que soy el mejor, el más inteligente y el más original de todos los hombres” (“La Solicitud”, pág. 142).

Mrożek no sólo desnuda las verdaderas pretensiones de los hombres “elegidos”, dispuestos a sacrificar sus vidas para gobernar el mundo y encarrilarlo por el camino de la igualdad y la justicia, también muestra a los legionarios listos a seguir al hombre “elegido” en su afán humanitario y semidivino:

Desde la mañana hay treinta obreros pintando de negro la cúpula del Ayuntamiento, que hasta ahora había sido reluciente. Incluso en los días bastante nublados, la cúpula brillaba. Pero ahora estamos sitiados. Uno de los obreros resbaló ante mis ojos por la superficie lisa, cayó a la calle y se rompió una pierna.

−Todo sea por nuestra patria− gritó cuando lo recogieron.

Un transeúnte que lo oyó, quitó a otro el bastón que llevaba en la mano y, de un golpe, se rompió también la pierna.

−No quiero ser menos− gritó.

Su propio grito lo excitó aún más, de tal manera que también se rompió las gafas.

A partir de hoy, en el circo sólo se representarán números patrióticos, y ni siquiera todos (“Crónica de la ciudad sitiada” págs. 131-132).

Hay otro curioso texto de Sławomir Mrożek, llamado “El Proceso”, en el que luego de un arduo trabajo de revisión de la labor intelectual (que tan poco pecho le mete a la construcción de un país), el proceso decide uniformar a los escritores, de modo que “Todos estaban encuadrados en formaciones según su especialidad literaria. Se formaron dos regimientos de poetas, tres divisiones de prosistas y un cuerpo auxiliar, integrado por distintos elementos. Los más afectados por el nuevo orden fueron los críticos, ya que una parte de ellos fue a parar a las galeras y el resto a la gendarmería” (pág. 21). Sin embargo, hay un escritor que escapa de los preceptos divisionistas gubernamentales y, por tanto es sometido al escarnio público:

No se le podía encuadrar ni en la prosa ni en la poesía y, por otro lado, no valía la pena inaugurar una sección nueva sólo para él. Algunos propusieron que se le excluyera. Finalmente se le dio, para distinguirle, un pantalón color naranja, la categoría de soldado raso y se le dejó en paz. Todo el país vio en él una deshonra. Ya antes había habido que expulsar a algunos escritores, porque, dada su mala constitución física, no hacían buen efecto vestidos de uniforme (pág. 23).

Contrariando a la política de publicación de 500 Ejemplares (comentamos libros con no más de cinco años de publicación), he decidido escribir sobre Sławomir Mrożek aunque sus libros sean de más vieja data, porque la actualidad y contundencia de sus sátiras nos toca muy de cerca a los que vivimos en esta patria, esta patria, esta patria

Carolina Lozada

Ilustración: “Eclipse of the Sun” George Grosz

viernes, 10 de septiembre de 2010

El Nomadismo lingüístico de Guillermo Parra

Querido Guillermo:

Llegaste de visita en los tiempos adversos de un país que se ha convertido en un mal cuento de la tierra, escrito en el estilo más grotesco posible. Venezuela, Guillermo, se nos volvió una broma oscura y pesada; somos, se puede decir, una nación tristemente alegre. Vale la paradoja para ejemplificar el país que visitas, y en el cual, supongo, de algún modo te sientes extranjero.

Como extranjera se te manifestó por primera vez la poesía, cuando escribiste los primeros versos en una lengua—el inglés—que en principio fue prestada y ahora, también supongo, ha quedado como tuya. Con ese afán de nombrar en aquella lengua, en principio ajena y ahora más próxima, te has propuesto traducir buena parte de la poesía de Ramos Sucre y Sánchez Peláez, y publicarla en Venepoetics. Como esta carta está compuesta de supuestos y de ideas preconcebidas—a partir de anteriores correspondencias—, me gustaría que la afirmaras o contravinieras; bien sabes lo necesario que es la contradicción para el hombre. También quisiera, Guillermo, que me contaras si un poeta que no escribe en su propia lengua puede considerarse un poeta autoexiliado.

Por otro lado, me daría gusto saber por qué Sánchez Peláez, por qué Ramos Sucre. De este último has dicho en tu cuenta de Twitter que tenía el propósito de desterritorializar el libro y, de ese modo, transformarlo en un espacio utópico. A partir de eso, te pregunto si esas ideas te han llevado a concebir tus propios textos de un modo distinto, tal vez como esa mezcla de estilos que notas en Ramos Sucre.

Te confieso que hace años tomé dos traducciones de Baudelaire y al descubrirlas tan distintas entre sí me sentí muy frustrada por no saber leer en francés, y dejé a Baudelaire de lado. Aprovecho esta anécdota para preguntarte: ¿una traducción poética siempre está condenada al fracaso?

Saludos y bienvenido a nuestro sórdido perfomance cotidiano,

Carolina

***

Hola, Carolina:

Comienzo esta carta con José Antonio Ramos Sucre, mi obsesión bloguera de los últimos dos años. Pero hablar de Ramos Sucre significa hablar primero de Juan Sánchez Peláez. En su libro Mujeres recién bañadas (Mondadori, 2009), Carlos Ávila escribe: “Hace poco más de dos años escuché decir a Enrique Vila-Matas que uno de sus escritores favoritos es Kafka, y que a su vez los escritores favoritos de Kafka son también sus escritores favoritos. Una ajena reflexión, esa, que me hace pensar en que podría estar pasándome precisamente lo mismo con el propio Vila-Matas…” Llegué a Ramos Sucre por Sánchez Peláez.

En 1997, recién graduado de la universidad, estaba viviendo en Providence, Rhode Island, trabajando como librero. Fui a una pequeña feria de libros en español en donde un librero dominicano me vendió media docena de títulos de la desparecida Tierra de Gracia Editores, entre los cuales estaba el último libro de Sánchez Peláez, Aire sobre el aire. Los catorce poemas de este libro mágico me cambiaron la vida, como lector y escritor. La manera en que Sánchez Peláez se apropia del surrealismo para luego refinarlo y convertirlo en algo tan original, tan extraño, me sigue inspirando. Me acuerdo del impacto que tuvo el primer poema de ese libro, “Los viejos,” al leerlo esa tarde nublada y fría en Providence:

“(…)

tampoco duermen

ni están solos

sin embargo

hállanse siempre ahí

aguardan calmos

bebiendo leche de cabra

entre amplios

corredores

más arriba de los techos

en una aldea que

pertenece a la luna

o en un hotel de Liverpool

(…)”

La primera música que escuché, cuando era niño en Cambridge, Massachusetts, fue The Beatles. Tendría que incluir su White Album en mi lista de obras de arte esenciales. Entonces, para mí, ese “Liverpool” en el poema fue la llave que me abrió el mundo que existe en la obra de Sánchez Peláez. Me enamoré de su minimalismo, de su manera de ser un visionario que se burla de sí mismo, que entiende la poesía como un submundo, irrelevante y hermoso. También me animó su devoción a la poesía francesa, ya que Rimbaud, Césaire y Lautréamont fueron importantísimos para mí cuando empecé a leer y escribir poesía. Admiro el estilo directo que Sánchez Peláez fue construyendo a lo largo de sus siete libros, para llegar a esos nueve poemas inéditos tan hermosos en su Obra poética (Lumen, 2004).

Malena Sánchez Peláez me ha contado que Juan vio a Ramos Sucre una vez en la plaza Bolívar de Caracas, mientras caminaba con sus padres. Ellos le dijeron algo así como, “Ese señor allí es el poeta Ramos Sucre…” La anécdota de esa memoria de infancia me fascina. Quizás en algunos poemas de Sánchez Peláez se escucha la voz de Ramos Sucre, un tono triste o maravillado. Yo había leído algunos textos de Ramos Sucre a comienzos de los 2000, pero no tuvieron efecto en mí, no estaba preparado para entenderlos. Fue en 2008, cuando compré su Obra completa (Biblioteca Ayacucho, 1989) durante una visita a Caracas, que de repente entendí a Ramos Sucre. Estaba inquieto esa noche por razones personales y pensé que traduciendo algún poema de Ramos Sucre podría calmarme. El poema es “La amada” y esa traducción fue la primera de Ramos Sucre que publiqué en Venepoetics, en octubre de 2008. Tardé un año en tomar la decisión de traducir toda su obra y publicarla en mi blog, pero allí comenzó mi obsesión con su escritura.

En “La amada” encuentro algunos de los elementos que me fascinan de su obra: la manera en que mezcla la poesía y la narrativa para crear un género híbrido, el uso de imágenes sorprendentemente hermosas (“El sol permaneció, horas enteras, asomado sobre la raya del horizonte.”), y la idea de la poesía como un arte que se alimenta de talismanes (“Salí confortado de su presencia, llevando, por su mandamiento, una rama de cedro.”).

Mi relación con estos dos poetas es algo muy personal, ilógico. Por ejemplo, en recientes visitas a Venezuela, haciendo diligencias en el centro de Caracas, he caminado por las calles tratando de ver los residuos de lo que habrá visto Ramos Sucre en sus caminatas nocturnas, cuando intentaba ahuyentar el insomnio. Busqué las primeras ediciones de sus libros en la Biblioteca Nacional, y tuve la oportunidad de visitar la Casa Ramos Sucre en Cumaná y ver su tumba, gracias a Rubi Guerra. Fue muy emocionante para mí ver esas primeras ediciones y estar en algunos lugares por donde pasó Ramos Sucre. Creo que esos momentos me ayudarán en mi proyecto de traducir su obra, ya que para mí es importante no solo leer la obra de los poetas que traduzco sino también estar en los lugares en que vivieron, cuando sea posible. Creo en la poesía como un talismán, una forma de vida y no meramente algo que se escribe, aunque sé que esto podría ser un romanticismo.

Viví en Venezuela desde 1976 hasta 1982. Mi padre es caraqueño y mi madre una gringa de Connecticut. Se conocieron en Boston y por eso nací en los Estados Unidos. Cuando me fui de Venezuela no regresé hasta 1990 y desde entonces he tratado de visitarla cuando pueda. Desde 2007, varias circunstancias felices me han llevado a visitar el país frecuentemente, lo que me ha dado la oportunidad de ahondar mis investigaciones sobre algunos escritores venezolanos que me interesan. Mi Venezuela siempre ha sido Caracas y sus universos (amo a esa ciudad, aunque entiendo que en muchos aspectos es una urbe desastrosa). Así que mis impresiones de Venezuela son las de alguien con raíces en varios lugares, de algún modo un extranjero en todas partes.

La verdad es que no sé cuál es mi lengua materna. Aprendí los dos idiomas simultáneamente, mi padre me hablaba en español y mi madre en inglés. Desde el kinder hasta el segundo grado estudié en Venezuela. Repetí el segundo grado en los Estados Unidos porque no había aprendido a leer y escribir en inglés todavía. A los 11 años viví en México y después de un año regresé a Caracas con un acento mexicano. Mi acento hoy es caraqueño, pero se me olvidan muchas palabras cuando hablo. Me fascina la evolución de la lengua caraqueña: me acuerdo hace cinco años cuando conocí a unas chicas venezolanas en Boston y me di cuenta de que marica es el nuevo pana.

Me fui de Caracas a los 12 años y desde entonces ha sido un lugar que pienso y entiendo en inglés primero. Para mí, la traducción de algunos poetas venezolanos se relaciona con las traducciones que el nomadismo de mis padres impuso en mi vida. Quisiera escribir algún día sobre ellos y su mundo hippie, que terminó, como casi todas las utopías, desastrosamente, aunque ya he encontrado fragmentos de sus vidas en El bonche de Renato Rodríguez y Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.

Sí creo que las traducciones están condenadas al fracaso, pero que no importa, que en una buena traducción sobreviven suficientes elementos del original. Y además, me encanta la idea de que la traducción es una reescritura del texto, y que en esa nueva versión pueden surgir interpretaciones inesperadas. Guillermo Sucre ha calificado a Ramos Sucre como un escritor que traducía fragmentos de autores clásicos (Shakespeare, Homero, Virgilio). Además, trabajó como traductor, y me parece que tenía la conciencia de que venía de otro lugar, un mundo que era y no era Cumaná, Carúpano y Caracas. Malena me ha contado que a Juan le gustaba leer distintas traducciones de poesía para comparar las versiones. Así que con ambos poetas tengo la suerte de que la traducción es un elemento que existe de alguna manera en su obra.

No puedo decir mucho sobre Venezuela hoy. Me parece un país demasiado violento, dividido, vanidoso y peligroso, tanto que me abruma. Y ahora me doy cuenta de que ni los venezolanos mismos entienden el país. No sé si este caos es un elemento específicamente venezolano, o si refleja una situación global. Pero sí amo a Venezuela, me identifico profundamente con personas y lugares de allí que son esenciales para mí. No entiendo a Venezuela para nada y usualmente me siento muy gringo cuando estoy allí. Pienso que esa sensación de extrañeza en relación con Venezuela me impulsa a investigar y traducir la obra de algunos poetas.

En cuanto a mi poesía, no creo que las traducciones hayan influido demasiado en mi estilo. Pero sí me han ayudado a conocer mis límites como poeta, a ser humilde y trabajar mucho. Ramos Sucre y Sánchez Peláez son poetas ambiciosos y mágicos que cambiaron la poesía venezolana con su obra. Cada uno marca una nueva forma de pensar y vivir la poesía. Entonces, la traducción de su obra me sirve como un aprendizaje que espero siga por mucho tiempo.

Un abrazo,

Guillermo

Ilustración: “Le Couple”, Max Ernst