martes, 23 de marzo de 2010

Las señoras de Nuni Sarmiento

La construcción del libro ¡Señoras! (Mérida: Solar, 1991), de Nuni Sarmiento tiene como base tres relatos: “La familia”, “La niñidad” y “¡Señoras!”, un trío de historias que parecieran ser distintos momentos de una realidad caracterizada sobre todo por su vasta permeabilidad, que dan cabida a una voz en relieve capaz de alterar el orden conocido y de jugar con las leyes de la realidad, como si tratara un producto blando y maleable. La autora, por medio de este principio de composición, postula un universo de esencia inquietante y surrealista. No sólo nombra al mundo, ni se limita a nombrarlo con otro lenguaje, el idioma literario o metafórico sino que construye un nuevo orden a partir de un gesto que nada tiene de sobrenatural.

En este libro lo asombroso es posible desde lo conocido: una familia y su peculiar manera de vivir y organizarse, la niña que escucha a las señoras o el discurso de un enamorado con la imperiosa necesidad de disculparse. Aunque parecieran motivos corrientes y llanos en realidad son pequeños universos cargados de humor, ironía y alteridad, atentando siempre contra la estabilidad acostumbrada de la realidad exterior y la lectura sobre ella.

Los textos se afirman en su extrañeza, intervienen una escena cotidiana y la reducen al absurdo y a un delirio fascinante. Las primeras líneas del libro pudieran evidenciar algo esta esencia narrativa:

Hoy es el día de sacar la rabia. De siete a ocho, la familia se sienta alrededor de una mesa y saca toda la rabia de la semana. Es muy fácil sacar la rabia. Cuando a uno le llega el turno o cuando la ocasión lo amerita (no somos estrictos en eso de los turnos), tiene que acordarse de toda la rabia que le dio, por ejemplo, encontrar una cucharita sucia sobre la mesa de la cocina o un pelo en el lavamanos (…) La rabia se saca el jueves, todos los jueves de siete a ocho, está prohibido sacar rabia fuera de horario (p. 9).

En “La niñidad” podemos encontrar parajes de esta naturaleza delirante “yo me divierto, ustedes saben, trasladándome al interior de una señora” (p. 18), y más adelante, en el mismo cuento, nos presenta una escena donde el delirio llega a la cumbre del paroxismo:

La señora se encamina a la cocina, toma una caja de fósforos, prende fuego al apartamento del vecino y desaparece por la puerta. Yo trato de seguirla pero me quedo atrapada entre las llamas. ¡Señora! grito, y corro en la humareda buscando una salida. ¡Señora! grito, y tropiezo con el cadáver del vecino. ¡Señora! vuelvo a gritar, y allá a lo lejos oigo la vocecita de la niña que me llama. Entonces, a punto de ser devorada por el fuego, recuerdo que estoy en la imaginación de la señora, salgo atropelladamente de ella y caigo, no en la niña que llora en su sillita, sino aquí, en esta señora, la horrible señora de los zapatos verdes, la colérica señora que me odia (págs.23-24).

Esta triada de escritos son relatos imprevisibles, cuyo nacimiento pareciera emanar del tono obsesivo de algunos de los personajes de Sarmiento, que por tanta repetición es capaz de levantar un nuevo escenario transgresor de la natural estabilidad familiar de nuestros sentidos. La propuesta se basa más en el humor o la exageración de un personaje que en una simple evasión que no tiene referente conocido. En fin, la dimensión del proceso creador que logra Nuni Sarmiento nos lleva a ir más allá de lo que se ve, zarandeando la costumbre de un mundo previsible en sus causas y efectos.

Jairo Rojas

Ilustración: Serie “Architect´s Brother”, Robert and Shana Parkeharrison

lunes, 15 de marzo de 2010

Fábulas del deterioro



Alberto Barrera Tyszka (1960) es uno de los narradores venezolanos mejor conocidos y, sin duda, una de las voces más independientes de las nuevas promociones de escritores del mundo hispánico. La concesión del Premio Herralde a su novela La enfermedad (2006) llamó la atención hacia su obra, que contaba con una novela previa, publicada en México, También el corazón es un descuido (2001), y volúmenes de poemas y microcuentos aparecidos en su país natal. La colección de relatos Crímenes (Barcelona: Anagrama, 2009) confirma no solo que su productividad se consolida, sino que una parte esencial de su labor gira en torno al conflictivo imaginario de lo nacional tal como surge en la Latinoamérica actual. Las de Barrera constituyen auténticas fábulas del deterioro en que historia colectiva e historia personal se vinculan en un contexto perturbador, abyecto.


También el corazón es un descuido refería las desventuras de un psicópata venezolano a quien procesan en los Estados Unidos por descuartizar a una mujer y las de su compatriota periodista, tan perturbado por el caso que se hace pasar por su hermano. La enfermedad se detiene en el desasosiego de un médico caraqueño que no sabe cómo anunciarle a su padre un cáncer fatal. Ambas anécdotas insinúan enseguida sus roces con la alegoría política: la primera, por menciones explícitas a la “República Bolivariana” de donde salen los dos protagonistas hermanados por sus respectivas formas de locura ‑no se olvide que en 1998 Hugo Chávez había llegado al poder gracias a una abrumadora mayoría de votos, y que al menos la mitad de ellos provenía de sectores que pronto se opondrían a él‑; la segunda anécdota, por sus menos solapadas correspondencias entre patologías privadas y públicas, es decir, las complejas relaciones con el padre y con la patria –nociones que vertebran el discurso del chavismo, empeñado en recuperar un gran padre heroico fundador de la nacionalidad. Por fortuna, los dobleces irónicos de Barrera siempre esquivan la cristalización de las unidades dispersas de sus alegorías en sermones monolíticos, sobre todo por el recurso al Camp y sus reapropiaciones de los tics de la cultura de masas. Sin diferir en lo esencial de las que se observan en sus novelas, en Crímenes las tácticas del autor alcanzan aun mayor efectividad y nos colocan de lleno en una reflexión sobre la nación que cuestiona las apolíneas visiones del origen.


La sordidez es ahora la clave, en particular por las puertas que abre a una realidad objetiva o subjetivamente degradada. Como lo adelanta el título, el motivo que cohesiona el libro es el delito, pero prevalece siempre el más grave, incluso el abominable: un venezolano en México traiciona a su mejor amigo seduciéndole a la mujer, robándole a través de ella todo su dinero y enseguida degollándola y enviándole por correo la cabeza; un desaparecido en tiroteos entre opositores y Gobierno se erige en símbolo de ambos bandos antes que lo localicen en las barriadas de Caracas como enajenado mental e indigente; un antiguo guerrillero regresa para contarle al hijo abandonado los asesinatos en los que ha estado implicado y éste repite en el aquí y ahora las acciones del padre. Los cuentos de violencia más visceral, pese a lo anterior, deparan tramas indeterminadas, donde resulta sutil la transición entre lo real y lo alucinatorio: un hombre abandonado por la esposa tiene que lidiar con una mano cercenada que encuentra a la salida de un bar; otro personaje, acosado por la inseguridad económica, desarrolla una fijación con las mascotas de vecinos y desconocidos, a tal punto que las convierte en objeto de gula; una pareja sin hijos se siente amenazada por manchas de sangre que se materializan en el apartamento.


La violencia agazapada en cada una de esas historias cede a la que se plasma en el lenguaje del narrador. En escasas ocasiones la dicción de Barrera había conseguido hacerse de una tensión expresionista tan extrema, que compite en la memoria del lector con los argumentos mismos: la lubricidad genera la sensación en un personaje de tener “piedras de hielo en los testículos”; en otro, la incapacidad de confesar sus vergüenzas suscita la de sentir que la boca se le “llena de piedras”; y, a otro más, la cólera le hace creer que en su garganta habitan “pequeños animales crudos”. Un cáncer en el glande da pie a una excursión en pesadillas somáticas:


Tiene el tamaño de una pelota de béisbol. Todas las mañanas amanece llena de pus y de gusanos. Es una grasa blanca, asquerosa. Le echamos anís para limpiarlo. Pero arde. El tipo siente que se quema. Dicen que es un violador, que estuvo en la cárcel, que por eso se enfermó. Quién sabe. Pero nadie lo visita.


Precisamente, cuando el horror de la materia abyecta conduce a orbes menos tangibles como los de la soledad, se perfila otro componente fundamental de la experiencia humana, el de la identificación con el prójimo mediante categorías como la de nación. Pero de ésta, ni más ni menos, parecen nacer las angustias: “Y yo sin entender nada, sin saber si quedarme o huir, sin saber en qué país vivo”. El narrador de otro relato, que pierde su empleo y fabrica cuentos sobre una supuesta estabilidad profesional, percibe en el estado de la nación la fuente de la unánime degradación del entorno: “Ya sabes, con la situación como está. En esta mierda de país que nos tocó vivir”.


No abundan los autores que se atrevan a abordar con tanta valentía asuntos que las modas intelectuales no favorecen; la tendencia dominante es hoy la de creer que la nación como punto de referencia entre creadores ha retrocedido ante el avance de un capitalismo mundializado. Barrera no solo no esquiva el tema, sino que lo explora con honradez expresiva, acaso porque el desaliento, el crimen y el asco son las contraseñas con que el nuevo milenio recibe a los escritores que aún sienten el peso de lo real como un íntimo compromiso de su oficio.


Miguel Gomes


Ilustración: “El triunfo de la muerte”, Pieter Brueghel el Joven

lunes, 8 de marzo de 2010

Creación, traducción e incesto


Empezaré con una confesión. Cuando me enteré del título de esta mesa, Creación y traducción[1], tuve dos reacciones. Una fue de inquietud: me puse a pensar que todo lo que puede decirse sobre la traducción literaria parece, a primera vista, contaminado de lugares comunes y, a segunda vista, resulta que lo está, desde el traduttore, traditore hasta aquello de que un buen traductor mejora el original. Por suerte, la segunda reacción fue de alivio, al darme cuenta de que los lugares comunes pueden, además de ser comunes, ser ciertos y hasta necesarios, y que el matrimonio de los términos creación y traducción tolera algunas libertades y reflexiones adicionales.

Habría que empezar por recordar que sea lo que sea la creación en la mayoría de las definiciones de literatura que hoy circulan la atención al lenguaje en sí mismo parece primordial. Cuando tratamos de captar qué hay de literario en el ejercicio de la traducción o cómo las dos actividades, la creación y la traducción literarias, se enriquecen mutuamente, la experiencia del lenguaje se hace obligatoria. Jacques Derrida lo dijo con una llaneza de la que seguramente se sonrojó: más que el sentido de un texto, una traducción nos enseña “que hay lengua, que la lengua es la lengua” (qu’il y a de la langue, que la langue est la langue) [2]. Si es competente, el traductor literario en principio se embarca en una empresa de imitación, tal como la entendían los antiguos, no los románticos y sus herederos: la versión que se hace emula sin reemplazar, porque su propósito es rendir homenaje. Quienes durante siglos han sugerido que la traducción está condenada a un rango de inferioridad[3] lo hacen por una de dos razones: o para compensar una secreta (no sé si freudiana) envidia de la lengua o porque suponen que el traductor de Homero intenta ser Homero o el de Dante intenta ser Dante, absorber su prestigio, el aura que la veneración les concede. Si así fuese, la traducción poética sería el oficio de charlatanes o gente simplemente maleducada. De aceptar, en cambio, que el traductor no se exhibe, que no suplanta sino que imita, hablaríamos de personas humildes y hasta un poco valientes, que están en paz con su conciencia y admiten que su obra no hace más que capturar el trazo de una sombra. Lo que se desvanece sin que pueda atraparse es la diferencia entre dos lenguas: aquello que, en principio, da pie a la traducción. Demasiado se ha reflexionado sobre la imposibilidad de transportar de un idioma a otro (incluso si son muy parecidos) el vocabulario o los efectos de éste en el lector. El traductor cuya labor disfruto suele desarticular las expectativas de fusión con el origen que él o su lector sienten; renuncia a la autoridad tradicional de muchos colegas que acumulan capital simbólico aprovechándose de la fe de un público resignado a jamás salir de Babel. El traductor ideal enfatiza la índole doble de su tarea: es un intermediario, pero también se revela como crítico. El latín interpretatio, recuérdese, significaba tanto la acción de explicar como la de traducir: fuera del lenguaje, al fin y al cabo, nunca hallaremos sentido y en tal laberinto los buenos intérpretes se extravían a gusto. Al esforzarse en comprender un poema o una narración, al arriesgarse a imitarlos, su iniciativa no establece una sensación de identidad entre el original y nosotros. Lo que crea un buen intérprete literario es una lectura; lo recibido por quienes desconocen la lengua otra constituye, por lo tanto, una inteligente invitación a comulgar con una distancia insalvable.

Ahora bien, para imaginar cómo nació semejante utopía no estaríamos desorientados si explorásemos los mecanismos que permiten adquirir conciencia de que “hay lengua” y “la lengua es la lengua”. Nada más apropiado para intuir el nacimiento de la traducción y su conflictiva asociación a lo literario que lo que suele denominarse lenguaje figurado, tan difícil de definir sin evocar las imperceptibles, casi involuntarias operaciones que permiten descubrir ‘el cielo’ o ‘el Paraíso’ en un verso como “Alma región luciente” y ‘la beatitud’ o ‘la redención’ en una frase como “dulces pastos”. La existencia del lenguaje figurado prueba que Roman Jakobson no se equivocaba al distinguir la traducción intra de la interlingüística (o la intersemiótica, ya fuera del ámbito verbal), pero también al recordarnos —como antes lo había hecho Charles Peirce— que el significado de un signo es siempre su traducción a otro signo[4]. Sospecho que si alguna vez el ser humano se aventuró a traducir una palabra de una lengua a otra (o a pintar su sentido o sus sonidos, traduciéndola a la escritura) fue porque primero había conocido la posibilidad de hacer traspasos dentro de su idioma con sinónimos o paráfrasis. Sin embargo, la situación pronto se complica y surge lo que he tildado de utópico. Cuando la sociedad acuerda que la expresión puede tener un nivel figurado y otro literal, cuando reconoce la imperiosa necesidad de Fray Luis de decir “Alma región luciente” en vez de “cielo” o “Paraíso”, valida una práctica tácita de la traducción mientras condena al limbo de lo no creador o prosaico una práctica explícita. En nuestra tradición lo poético no es sólo lo perdido en la traducción, como Robert Frost y, antes que él, Friedrich Schlegel planteaban, sino lo que la niega y hasta prohíbe con una sonrisa.

Ésta es la encrucijada de ideas a la que quería llegar: lo poético en cualquier género literario en que se manifieste rechaza la traducción porque aceptarla sería cometer incesto. El parentesco es demasiado cercano. Si la traducción nos hace ver que “hay lengua”, casi lo mismo podría afirmarse de lo poético.

Siendo el obstáculo su meta, lo poético engendra constantes mecanismos que impiden o demoran el transvase de sus componentes. Aquí sólo recordaré dos, suficientemente ilustrativos. Con respecto al primero: ¿cómo traducir la canción Eras quan vey verdeyar de Raimbaut de Vaqueiras cuyas seis estrofas están, respectivamente, en provenzal, italiano, francés, gascón, galaicoportugués y la última en una combinación de las lenguas anteriores? No es un ejemplo aislado: Bonifaci Calvo o Cerverí de Girona nos legaron piezas semejantes. En esos casos, más que preguntarse cómo traducir habría que pensar en hacia dónde y para qué, si lo cantado, en realidad, más que la dama, es la diferencia que hay entre esas cinco lenguas que los trovadores consideraron las más adecuadas para su arte. Algo similar aunque no idéntico a la poliglosia o el hibridismo podría argumentarse sobre lo que lleva a un autor capaz de expresarse en más de una lengua a elegir una en particular: Alfonso el Sabio decidió cantar en galaicoportugués y reservar el castellano para la prosa, opción que, en sí misma, es poética e intraducible; Beckett prefirió en varias ocasiones el francés; Nabokov tuvo el affaire central de su vida con el inglés, con el que Lolita está casada, para siempre y muy fielmente[5].

Con respecto al segundo mecanismo que he anunciado, éste consiste en una figura inventariada por la retórica antigua, medieval y renacentista, que la denominó, ni más ni menos, interpretatio: el intento de sustituir una palabra con equivalentes que intensifican su significado o fuerza emocional. La interpretatio se emparentaba o confundía en los tratados con la epexégesis, la redefinición de lo que acaba de expresarse. Vemos en acción tal familia de recursos en un célebre poema de Rubén Darío, “El reino interior”, cuya primera estrofa citaré:

Una selva suntuosa

en el azul celeste su rudo perfil calca.

Un camino. La tierra es de color de rosa,

cual la que pinta fra Doménico Cavalca

en sus Vidas de santos. Se ven extrañas flores

de la flora gloriosa de los cuentos azules,

y entre las ramas encantadas, papemores

cuyo canto extasiara de amor a los bulbules.

(Papemor: ave rara; Bulbules: ruiseñores.)

Estos versos escenifican mejor que otros que conozco el veto poético a la traducción. No me refiero tanto a cuestiones formales (que tampoco descarto) o a los malabarismos semánticos (papemor es un galicismo tomado de Jean Moréas que hay que situar en el contexto de lo que Francia representaba para un latinoamericano, a lo que habría que añadir la vaga resonancia híbrida del vocablo, cuya pronunciación española se acerca a lo que en francés sonaría como el Papa está muerto, justo después de mencionar la Vida de los santos y antes de acudir a una lengua de infieles, con el arabismo bulbul. Téngase en cuenta que Darío mezcló, no sólo en este poema, lo sagrado con una militante profanidad). Lo poético no está únicamente en lo que se perdería si tratáramos de verter la estrofa a otra lengua; está también en la admonición contra el acto de intentarlo, perceptible en el poeta que se satiriza a sí mismo al traducirse y, de paso, anárquicamente se ríe de quienes se ríen de él por pensar que su sofisticación es siempre solemne y no incluye lo que hoy en día llamaríamos camp, un distanciamiento irónico de sí mismo que juega a la cursilería. Lo que en esos versos es poético podría describirse como un abismo abierto a nuestros pies incluso antes de plantearnos la tarea de traducir la traducción o descubrir cuál de los dos Daríos es el verdadero, el que está dentro o el que está fuera del paréntesis.

Walter Benjamin señaló que cuando un texto desea identificarse con la verdad o el dogma, cuando se supone que es “lenguaje verdadero” en toda su literalidad, aspira a ser absolutamente traducible. El ejemplo que da es la Biblia, con sus ediciones interlineales[6]. Contrariando el sistema de creencias desde el que observó el fenómeno (y porque a Benjamin siempre habría que añadirle unas gotitas de Nietzsche), me gustaría aclarar que los autores y escritos que he recordado tienen la virtud de hacernos ver la presencia material de las lenguas en su vasta pluralidad, en una polifonía que enuncia, modula y así celebra la grata imposibilidad de reducir la existencia a una sola verdad o ideología, a un credo, partido o lenguaje único o universal (curiosa paradoja: hablar en términos universales depara las más devastadoras reducciones). El monoteísmo quiso castigarnos en Babel; la literatura, con su politeísmo instintivo, llena de herejías, nos enseña a disfrutar el castigo y encontrar la libertad en él.


Miguel Gomes

1.- Ensayo presentado en la Feria Internacional del Libro de Valencia, Universidad de Carabobo, Venezuela (octubre, 2007).

2.- L'oreille de l'autre (otobiographies, transferts, traductions). Textes et débats avec Jacques Derrida, sous la direction de Claude Lévesque et Christie V. McDonald. Montréal: VLB, 1982. p. 164.

3.- Some hold translations not unlike to be / The wrong-side of a Turkey tapestry: para curarme en salud me abstengo de traducir los versos de James Howell, que varían, por cierto, un cliché que Cervantes había suscrito en su momento.

4.- “On Linguistics Aspects of Translation”. Language in Literature. K. Pomorska and S. Rudy, eds. London/Cambridge, Mass: Belknap/Harvard, 1996. p. 429.

5.- Repárese en que el título incorpora la otredad radical como divisa: lo otro tal como se capta desde el inglés de EE.UU., con una frontera cultural al sur que alguna vez creyeron cruzar los padres de la jovencita y que Humbert Humbert perseguirá inútilmente en sus correrías por la anatomía de ésta y del país en que es extranjero.