sábado, 29 de noviembre de 2008

Las joyas de Tintín


Que el título de un libro vincule el impreciso sustantivo “literatura” con el nombre de un personaje de cómic puede ser un refuerzo de tal imprecisión. En principio, lo que hace Tom McCarthy en Tintin and the Secret of Literature (Berkeley: Counterpoint, 2008)* muy bien podría interpretarse como la necesaria amplificación de un concepto y una práctica: visto así, este volumen sería el legatario de la discusión que iniciara Tinianov en 1929 y que concibe el acto literario como una función heterogénea y móvil: es literatura lo que una época define como tal. Esa conjetura inaugural, meramente epidérmica, nos forzaría a admitir la pertinencia de un proyecto gráfico a la hora de precisar un canon, de modo que la literatura tendría que definirse como una institución no del todo fundada en máquinas verbales.

Sin embargo, McCarthy declara, después de varias vueltas y análisis, comparaciones y exégesis, que no:

Confundir cómic con literatura sería un error, y aun más con respecto a la revolucionaria obra de Hergé, en la que, como apunta Numa Sadoul (…), el medio ‘se apropia de un espacio original y autónomo entre dibujo y escritura’. Llena de significación, intensamente asociativa, sobrecogedoramente seductora, esa obra, no obstante, ocupa un espacio debajo del radar mismo de la literatura (p. 32; la traducción es mía).

A primera vista, esa declaración es engañosa. McCarthy de hecho no sugiere en la última frase la existencia de un escalafón que tenga a la historieta como un género poluto—esa visión sería parte de un mandato obsoleto fundamentado en la afectación estética y la denuncia política: el cómic como degeneración artística o ejercicio de casta alienación. Su propósito es de orden hermenéutico, lo que supone una creencia en el caudal simbólico de los trabajos de Hergé y en su complejidad estructural. La zona que asaltan las aventuras de Tintín, según McCarthy, es más bien el punto ciego en el que confluyen la narración con sus detalles, sus inadvertencias, sus imposibilidades; es la franja donde el acto creativo debate la comunicación y sus problemas, y donde termina por aceptar lo indecible como certeza medular. Eso explica que en las discusiones y el índice onomástico no quepan las imputaciones de Adorno o Ariel Dorfman; la argumentación de McCarthy prefiere recurrir a otros nombres ejemplares: Barthes, Blanchot, De Man, Derrida, Nicholas Abraham y Maria Torok… Esa progenie intelectual lo ayuda a apartarse de las prolongaciones de la historia y a insistir en la pertinencia de la creación como hecho sincrónico.

Pero McCarty no se entrega a las generalidades que vindican la misma cualidad para toda experiencia, ni pretende conformar la apología de un medio: no todo cómic ocupa, naturalmente, ese lugar de incertidumbre comunicativa. Son los sucesivos episodios de Tintín los que vindican ese estado de perpetua confusión y ambigüedad que igualmente caracteriza la literatura. Más que un repaso de los avatares de la narración gráfica, Tintin and the Secret of Literature es el estudio de conjuntos homólogos: la conjunción del título asocia sin equívocos las contingencias del ficticio periodista belga con la actividad de la escritura. Entre ellos hay un vínculo basado en las fallas de transmisión de un mensaje. Una y otra vez en los álbumes de Hergé, lo emitido se interrumpe, se pierde, se embrolla; un trozo de papel circula sin ser del todo descifrado; algún código se resiste al análisis y la comprensión; un recado se anula. Según McCarthy, esa condición repetida es también el sustento de la literatura, cuya lengua es siempre un sitio vaciado de mensajes completos, de significados absolutos. A partir de esa premisa, la conclusión para McCarthy parece obvia: “el secreto de la literatura es Tintín” (p. 162).

Ese desenlace tiene el enorme interés de la provocación bien defendida. Si en este libro hay referencias a aquellos nombres claves de la teoría y la crítica, no es para pronunciarse, oblicuamente, a favor del inventario. El impulso de McCarthy es antropófago: lo que le importa es la deglución, y el inmediato desvío, de variados criterios filosóficos. Sus demostraciones usan el aparato ajeno para construir una hipótesis propia. De Barthes toma la idea de la narración como contrato y mercancía; de Abraham y Torok le importa la noción de cripta, el espacio hueco de donde surge toda transmisión; de Jacques Derrida asume la relevancia de la copia y de la falsedad. Con todo lo apropiado, McCarthy crea un modelo de lectura en el que los elementos “Tintín” y “literatura” son intercambiables—en ambos sucumben las señales de una interpretación viable, concluyente. El modo en que se apela a la cripta ilustra bien esa incautación: “Ella está de lado de la patología, no de la cura” (p. 90). Así se descarta el propósito de la fe psicoanalítica. Lo que funciona son, así, las leyes de una endeble analogía, por la cual constatamos que unos postulados son en algo semejantes a otros.

El libro de McCarthy se propone con fortuna el examen de la correlación entre una obra particular y una disciplina. Aunque sus proposiciones no son de antemano extensibles a todos los cómics, su imaginación y su rigor podrían sugerir un estudio equivalente, cuya sospecha inicial puede plantear que una historieta puede aceptarse como literatura, que la literatura puede leerse como cómic.


* Hay traducción española: Tintín y el secreto de la literatura (Madrid: El Tercer Nombre, 2007).

Luis Moreno Villamediana

Ilustración: Fragmento de “El cangrejo de las pinzas de oro”, Hergé

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Unas lágrimas lejos


La más reciente novela de Alan Pauls, Historia del llanto (Barcelona: Anagrama, 2007), tendría que definirse como una bildungsroman descoyuntada, en la cual la construcción de un individuo es apenas perceptible en medio del impreciso cronograma. La narración de una pedagogía requiere el plano detallado de una transformación, y con él una apertura y un fin: la experiencia y la instrucción deben dejar sus trazos en una conciencia que vemos moverse de una laguna—intelectual, moral, emocional—a una cosa aprendida. En la obra de Pauls, la omisión de muchas estaciones es en sí una estrategia. La cultura política y sensible del personaje central aparece in media res y a medias constituida, como si su estatuto no dependiera enteramente de un discurso anterior desde el cual progresar. El niño de cuatro años que aparece en la página inicial tiene en su haber algunos complejos procesos cognitivos: ya sabe que prefiere de Superman no los poderes sino las defecciones, conoce bien la soberanía del dolor, puede vislumbrar en sí mismo la debilidad de su héroe favorito. Ese temprano aprendizaje es la presunción, oscura, de todo lo que resulta distante e indescriptible.

La estructura formal de esa omisión es la del testimonio, como el subtítulo de la novela lo indica. Con eso se declara, en principio, el modo en que la biografía se convierte en fábula: toda recuperación intacta del pasado es simplemente inadmisible y se torna una utopía a la inversa—lo improbable en tal caso lo hemos dejado atrás, en un espacio que ahora sólo existe como sueño o como conjetura. Los años apuntalan, dice Pauls, “una ficción que siempre habla de otro” (p. 69). Entre una edad y las siguientes hay un nexo que surge de la especulación y no de las convicciones de la mnemotecnia. Suponemos que en Historia del llanto el niño impresionable y precoz es el mismo adolescente que domina la doctrina marxista y el mismo hombre cansado de la Bondad Humana y los nobles sentimientos, del alma bella de la habló Hegel; sin embargo, la confusión de los tiempos, la reversión del orden cronológico y de sus armonías—teóricas pero no certificables—nos fuerzan a aceptar la verdad parcial de ese postulado. Lo que a Pauls le interesa es sustentar la extenuación de toda certidumbre narrativa. De allí la relevancia de esos puntos suspensivos encerrados en corchetes y repartidos pródigamente por el texto, como signos materiales de lo excluido y lo dudoso. Ellos nos confirman que algo falta, una sustancia que podría contradecir la propia historia, o hacerla más sinuosa, con digresiones y retardos, o enturbiarla aún más con explicaciones. Los puntos suspensivos son las marcas de un agujero negro que se traga pedazos de escritura. Eso emparenta esta novela con los libros de Onetti, por ejemplo, donde la imaginación de un narrador suple ausencias parejas, donde es posible tantear y convertir ese gesto en argumento. A la vez, la aceptación del testimonio imperfecto, truncado, planta la obra de Pauls en las antípodas de Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi: allí la transcripción del alegato judicial es conservadora y se diría completa.

El modelo narrativo que aquí le da forma a la deposición se halla en los cuentos del padre del protagonista. Una noche, camino al pub donde habrán de asistir al concierto de un conocido cantautor de protesta, el joven pregunta de dónde conoce su viejo a ese hombre notorio:

Es justamente el carácter vago de su relato, la imprecisión en que deja que se diluyan las fechas y los hechos, las zonas confusas que no sólo no parece evitar sino que hasta fomenta, es todo eso, que él nunca sabe si atribuir a una memoria despreocupada, que desdeña los pormenores, o simplemente al cálculo, lo que le da que pensar (p. 42).

Esa vacilación de la historia, con sus marchas y contramarchas, sin admitirlo y secretamente reivindica un aspecto de esa singular paternidad, en un punto más allá de la anécdota. Historia del llanto es, entre otras cosas, el arqueo de influencias de ese padre. El niño cree que sólo ante su padre es capaz de llorar, con lo que le otorga el privilegio de su adelantada y profunda sensibilidad; después, un día de mil novecientos sesenta y seis marca la fecha en que “decide no ceder más, no darle el gusto a su padre, dejar de llorar para siempre” (p. 87). El título de la novela de Alan Pauls gira pues alrededor de ese vínculo compuesto de halagos y renuncias.

Cuando se descubre la capacidad de llorar y ser portentosamente sensible, se asumen los valores de la solidaridad, la salvación diligente, el progresismo—eso que en resumen llama el texto Lo Cerca; se trata, en fin, de las virtudes de la izquierda política, con sus mitos de comprensión del desconsuelo y de su supresión. Hablamos de la hermandad del falansterio, defendida en la música del cantautor que ha vuelto de su exilio a predicar la grandeza de lo que se ofrece y se comparte, en una operación digamos epidérmica, conseguida por la proximidad. Ése es el mundo del padre. Las insuficiencias de esa educación se revelan pronto. Lo directo resulta un compromiso ambiguo con los buenos sentimientos, con la conformidad ideológica disfrazada de comunicación. En algún instante, el niño se confiesa la clave de su precocidad:

Él, la ficción, la usa al revés, para mantener lo real a distancia, para interponer algo entre él y lo real, algo de otro orden, algo, si es posible, que sea en sí mismo otro orden. De ahí todo, o casi todo: leer incluso antes de saber leer, dibujar sin saber todavía cómo se maneja el lápiz, escribir ignorando el alfabeto. Todo sea por no estar cerca (p. 73).

Los talentos del niño prodigio son, de esa manera, la afirmación de una ruptura con la política asumida como artículo de fe, como la vive el padre. El fenómeno de la precocidad, que el adolescente ejecutará como estudio extensivo del canon marxista, termina por impedirle llorar el once de septiembre en el que Pinochet asalta la Moneda. La muerte de Allende y el fin de su gobierno son sentidos como exasperación irreductible a las señas del llanto; esa tragedia es de nuevo lo real postergado, mediato, viscoso. El adolescente, sin entenderlo del todo esa vez, se aviene con los misterios de su testimonio.

Lo Lejos es, en resumen, la plantilla sobre la que se arma el texto de Alan Pauls. Su sintaxis quebrada y tortuosa es otra expresión material de esa idea. Las frases subordinadas no hacen otra cosa que alejar el encuentro de un nombre y su verbo, que postergar el sentido, y con ello se distancian de aquellos contactos facilones. Lo que queda del padre en Historia del llanto no es la práctica de una política sino su rarefacción, calcada en el orden de las palabras, que al final sólo repiten de ese padre los espacios vacíos, los fósforos ocultos.


Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “Crying Girl”, Roy Lichtenstein

sábado, 8 de noviembre de 2008

Esclavos de la Libertad. Los Archivos Literarios del KGB, vol. I, de Vitali Shentalinski

Hace pocas semanas comentaba el texto de Coetzee Contra la Censura, uno de los pocos libros que analizan el bosque de la prohibición; hoy llevo a su atención Esclavos de la Libertad (Barcelona: Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2006) que estudia algunos de los árboles de la censura y la represión en el ámbito soviético. A veces las cosas vienen así de rodadas. De hecho, el libro trata de unos cuantos de esos árboles, por no decir muchos. El propósito del autor fue el de descender al infierno de los archivos de la Lubianka para descubrir manuscritos y documentos requisados por las autoridades y que podrían muy bien no haber salido jamás a la luz. En este aspecto el libro cumple. Poemas inéditos, el diario personal de Mijaíl Bulgákov, capítulos y novelas enteras de Andréi Platónov, etc., aparecen confiscados en esos malditos archivos, y es de esperar que algún día aparecerán editados (en esta obra se nos ofrecen algunos extractos). Pero, como no podía ser de otro modo, los documentos de las instrucciones y procesos contra los escritores también aparecen, como demostración de la persecución, la manipulación, la arbitrariedad y, sobre todo, la omnipresencia del pensamiento único estatal. Isaak Bábel, Mijaíl Bulgákov, Borís Pilniak, Ósip Mandelshtam, Nikolái Kliúyev, Andrei Platonov, Maksim Gorki, entre otros, son los autores que se tratan. Fusilados, silenciados, deportados, puestos en campos de concentración, aislados o asesinados sin más, los destinos de estos escritores pasaron todos por el cauce de la Cheka, después OGPU, después NKVD, después KGB. Nunca para bien, y casi todos bajo las contradictorias indicaciones "Estrictamente confidencial" y "Conservar a perpetuidad". No es que los documentos extraídos resuelvan todos los enigmas. El caso de Mandelstam y su "Oda a Stalin" sigue difiriendo según las versiones; Coetzee apunta a que el autor fue forzado a escribirla; Shentalinski declara que Mandelstam la escribió voluntariamente en un intento de congraciarse con el Estado. Aparece el diario de Bulgákov, pero los escasos fragmentos que aparecen en el libro (junto con las cartas ya publicadas en Cartas a Stalin, Ed. Grijalbo), poco hacen por aclarar por qué Stalin decidió dejarlo en una relativa paz silenciada, sin hacer nada contra él, físicamente, pero amordazado y convertido en un exiliado literario en su patria, lo que en definitiva llevó al escritor a la muerte, esta vez sí física, después de haber sufrido la muerte civil.

Pocos regímenes han desarrollado una ideología tal como para ideologizar también el arte y la literatura en todas sus formas de expresión. Sólo el nazi y el soviético, que yo recuerde. Gracias a este libro vemos cómo, además, el régimen soviético no escatimó esfuerzos ni recursos para reprimir y suprimir no ya las expresiones que quedaran fuera de la ideología, sino las intenciones y omisiones de los escritores y artistas. Sin embargo, este libro tiene defectos y excesos. Defectos básicos: ¿Por qué no transcribir íntegramente una conversación entre Stalin y Pasternak en lugar de extractarla? Y excesos de todo tipo. Estilísticos ("¡Repiquetea ya, máquina de escribir! ¡No enmudezcas, mi férreo ruiseñor!"); de fondo: al lector no le interesa para nada, o muy poco, las objeciones que recibiera el autor al respecto de su trabajo de investigación, máxime cuando no representaron un obstáculo real y no impidieron ni frenaron su trabajo. Y excesos de forma: "Si [Tólstoi] hubiera vivido durante los años del gobierno bolchevique, es seguro que no habría podido evitar la espada represiva de la Checa". Es posible, incluso probable, pero la frase sobra. Si este libro se lee contra la planilla teórica del texto de Coetzee, el lector se verá considerablemente iluminado sobre el hecho de la represión soviética en la literatura. Leído en solitario, el lector echará en falta información previa y más documentación de la aportada (que se insinúa que existe) y, sobre todo, una investigación colateral de los hechos. Con todo, es lo que hay, y bienvenidos sean los documentos descubiertos, que nos relatan las tragedias de unos escritores que fueron asesinados, de una u otra manera, por necesidades o caprichos de Estado.

Lluís Salvador

http://www.lecturaserrantes.blogspot.com/

domingo, 2 de noviembre de 2008

Entre el cuerpo y el mar: la poesía de María Calcaño




La edición de la Obra poética completa de María Calcaño (Caracas: Monte Ávila, 2008) contiene suficientes hallazgos y caídas como para representar con exactitud una carrera. Esa combinación no es inusual, por supuesto: toda compilación de todo lo escrito revela siempre una confusa idea de la literatura, los momentos en que una tradición se continúa o se mina, los hitos de una era, la previsión de una poética o futura o imposible, la certidumbre y el cansancio. La poesía de Calcaño demuestra que tales movimientos pueden informar un mismo libro, y así deniega cualquier razón positivista de un cuerpo literario—lo que en una página podría haberse leído como avance, en la siguiente queda refutado. En ese sentido, este volumen tiene la maleabilidad de aquello que no ha sido cristalizado en un canon parcial y defectuoso ni en una reputación definitiva.

La sección de los libros inéditos permite aseverar que la autora (1906-1956) ya escribía a los catorce años: Anotaciones y otros fragmentos tiene como fecha de origen 1920. Hasta 1940 Calcaño trabajó en esas líneas, algunas suficientemente completas para considerarse poemas, o aforismos sin faltas, o conmovedoras sospechas sin necesidad de desarrollo. Una que otra vez, los versos saben combinar el humor con algo de atenuada crítica social: “Vestía de azul/y llevaba muchos cosméticos./Era como un cielo con arrugas” (240). Para una mujer que repetidamente declara entregarse al amor con naturalidad, el exceso visual es una saña impuesta por las convenciones; a ella le basta, en sus poemas, sólo cuerpo desnudo de artificios. A veces, la concisión es elocuente y abrevia algunas tramas y obsesiones: “¿Por cuáles filtros habrá llegado el mar/al corazón de las rocas?” O en otro similar: “¿Qué de dónde vengo?/¿Y el mar?” (232). La insinuada genealogía es como el espejo de otros poemas de todos los libros de Calcaño; entre ellos, varios incluidos en Entre la luna y los hombres (1961), en especial “Por el bello fauno arrebatada”:

Persiguiendo unas algas
me alejo de la playa.
La mañana se queda pendiente
De mis ojos.

Una alta ola
me alcanza todo el mar.
Y ha invadido el mar mi selva
con su cristal crujiente y deshilvanado.

Arrebatada por el más bello fauno,
que no soñó la tierra,
¡me doy un susto de azul inmenso!

¡Toda abrazos, toda vida,
toda aliento!

Estoy como un mar
como se está con un hombre
(166)

Lo interesante de esa sección es la imposibilidad de saber qué se escribió en qué tiempo. La coherencia temática de María Calcaño es así una forma de fidelidad a la persona conjeturablemente esencial, capaz de transformar algunas imágenes en señal autobiográfica. En el universo de esa persistencia, el erotismo es, apenas, una faz, no materia absoluta—como Cósimo Mandrillo lo dice en el prólogo. En el texto citado, por ejemplo, la conciencia de la sensualidad es apenas oblicuamente genital: el sentimiento de goce parece relacionarse más con la idea de participación en la naturaleza, en una ligadura que puede describirse como vaga reiteración de los sexos, pero sin apostarse del todo en esa descripción. La simetría entre esa observación del paisaje marino y lo que se comenta en otras páginas sobre hombre y mujer es más bien un mecanismo mnemotécnico: con él Calcaño manifiesta un modelo de relación que debe servir como pedagogía. De esa manera, la correspondencia se convierte en instrumento simultáneamente psicológico y retórico, alude a la vez a una historia emocional y a un principio de escritura. En otra parte de Entre la luna y los hombres, Calcaño expone un fundamento: “Es amor (..) Envejeciendo junto a los árboles/me dispersaré/sin perder este júbilo” (151). Ese “Poema del destino fundamental” enumera delirios, carne, desatinos, muslos, gozo, regazo, niños, pero en ese inventario no entran los amantes: la omisión de los hombres creo que prueba la expansión del erotismo privado y el contenido del volumen.

Hay unos textos muy cortos en Alas fatales (1939), el primer libro de Calcaño, de una importancia capital. El índice de esta colección los omite, como si fueran apéndices bizarros o inefables—supongo que los excluye también la edición original. O son poemas o capitulaciones. Al principio jugué a ponerlos juntos hasta formar un orbe dividido:

Yo
(Ceniza, fuego, astro, canto
o flor. Mi dolor y mis sueños. Yo)
(5)
Ahora
(Fruta madura, por el sol del mediodía.
El amor en sazón.
Racimo grávido sobre la boca ansiosa)
(11)
Después
(Misterio. Sombra. Nada. De esta ocasión arcana,
brotará la Vida)
(45)
El tiempo inmenso
(la carne nueva temblará como la
primavera, en un árbol florecido)
(57)
Cualquier tiempo
(el dolor es firme. La ilusión es móvil.
En el espejo de las horas se reflejan el cielo estrellado,
la noche sin aurora…)
(73)

Como creación fragmentada y dispersa, esas estrofas tienen enorme sentido: en ella vemos la inmersión de la voz en la cadena que componen el presente, el porvenir, la utopía y la disolución. La forma del texto sería diferente a la de otros de Calcaño, que en general combina los descubrimientos de la modernidad literaria con algunas rimas fáciles, versos breves con otros suficientemente largos, cierta banalidad con cierta conmoción. En esta Obra poética completa sólo hay un poema, inédito hasta ahora, que se aproximaría a la primicia de estas líneas:

También esta sangre
viciosa, pervertida y torturada
que salió de una vena,
por la cual transitan más billones
de vidas en milímetros
media de un planeta a otro
pone su recuerdo escarlata
como un indicio terrible
en la complicidad capital
de este expediente aterrador
(313)

Basta aquí la ausencia de algunos signos ortográficos y un ritmo casi prosaico para conformar un acto novedoso. Pero una segunda lectura de aquellas estrofas, separadas de nuevo, parece indicar que más bien son capitulaciones. Cada una de ellas introduce un gran contenido: las definiciones de sí misma, la pasión de la pareja, la maternidad, la muerte, asuntos misceláneos. Esa interpretación ayuda a refutar la leyenda de univocidad de la poesía de Calcaño. La estructura de Alas fatales es, entonces, la perfecta metonimia de este libro y sus complejidades.


Luis Moreno Villamediana




Ilustración: “Sunrise with Sea Monsters”, J. M. W. Turner